
El leguleyo. Que se arremanga la seda de sus camisas y luce un Rolex vanidoso. Que simula ver la hora, cuando en realidad sólo desea lucir sus diamantes. Y mientras le envidian su testosterona y las yeguas le chirrean con demencia, la autoestima se le eleva hasta las nubes y es desde allí de donde les habla a los demás, cómo si debajo del hombro estuvieran.
El leguleyo. Tan feliz como un mendigo que se siente pobre. Todo le hace falta, aunque ya no le quepan más números en su chequera, más apellidos en su agenda, más cartones, sábanas e infidelidades en su conciencia. Sabe que derrite con su holgura y estandarte, y mientras articula mentiras que no cree, comienza a fantasear con el circo que lo mira como cuando él fue uno de los que admiró a los sofistas.
El leguleyo. Se le confunden las apariencias y hace tiempo que no es él. Se la pasa mintiendo, y ahora se le han mezclado las certezas. Descubrió que la vida era un sinsentido, y se la pasa convenciendo a los demás de lo contrario. Ama a las mujeres: a todas por igual sin distinciones ni decencia. Les sonríe y les revuelca las faldas entre las noches; les sacia la sed y las vuelve a dejar sedientas. Sabe que la vida es un incentivo, y se las arregla por acicalarse la figura y perfeccionar su retórica. Estudió muchos años de la ética, y sin embargo vive ocultando inmoralidades. La vida le parece corta, intensa, desastrosamente complicada. No le queda tiempo para darse cuenta que todo es muy simple. No le queda tiempo para mirarse y descubrirse; volver a embarcar el rumbo. No le da tiempo para reflexionar sus contradicciones; excepto cuando se acuesta y reposa su cabeza en la almohada. Por razones prácticas y de salud mental, decidió tomar una pastilla de dormir todos los días.
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